VERACRUZ BAJO EL AGUA Y UN GOBIERNO REBASADO
El BOCÓN
La tragedia que dejó el huracán Priscila en Veracruz no solo exhibió la fuerza implacable de la naturaleza, sino también la fragilidad, la desorganización y la soberbia política de un gobierno estatal que reaccionó cuando ya era demasiado tarde.
Durante días, los municipios del norte del estado —Poza Rica, Álamo, Coatzintla, Gutiérrez Zamora, Tantoyuca— quedaron sepultados bajo el lodo, el miedo y el abandono.
Miles de familias perdieron sus hogares, sus pertenencias y, en muchos casos, a sus seres queridos.
Las imágenes de calles convertidas en ríos y de ciudadanos rescatados con lo mínimo contrastaban con la pasividad inicial de las autoridades veracruzanas, encabezadas por la gobernadora Rocío Nahle.
Mientras el agua subía, el gobierno bajaba la guardia.
La mandataria morenista apareció tarde, con mensajes que sonaban más a justificación que a empatía.
Minimizó el desbordamiento del río Cazones diciendo que fue “ligero”, cuando en realidad Poza Rica estaba sumergida en el agua.
No hubo advertencias tempranas, ni evacuaciones preventivas, ni coordinación efectiva con municipios que clamaban auxilio.
El resultado fue devastador: decenas de muertos, comunidades enteras incomunicadas y un sentimiento colectivo de abandono.
Veracruz se ahogó en su propia burocracia.
Sin previsión, sin seguro, sin rumbo.
A la tragedia se sumó un dato vergonzoso: el gobierno de Rocío Nahle no renovó el seguro contra desastres naturales, que venció meses antes del huracán.
Es decir, el estado enfrentó una catástrofe sin respaldo financiero para atender los daños materiales ni reconstruir viviendas.
Un error administrativo que hoy cuesta millones y que demuestra que la improvisación se volvió política pública.
Cuando la presión social creció, llegaron los sobrevuelos, las visitas relámpago, los comunicados triunfalistas.
Se repartieron despensas, se tomaron fotografías, se publicaron cifras de apoyos.
Pero la ayuda real, esa que salva vidas, tardó en llegar.
Los damnificados se sintieron usados, no atendidos.
Y mientras la mandataria presumía coordinación con dependencias federales, los pobladores de Poza Rica la recibían con reclamos y gritos de desesperación.
En esas escenas no había militancia: había dolor.
Lo que vimos en Veracruz fue el retrato de un gobierno atrapado en la arrogancia de su narrativa.
Rocío Nahle, recién llegada al cargo, se negó a reconocer la dimensión del desastre y perdió tiempo valioso en el discurso, en lugar de actuar con la urgencia que exigía la emergencia.
La gobernadora pareció más preocupada por controlar el mensaje que la crisis.
Su silencio inicial fue elocuente. Su lentitud, imperdonable.
Veracruz no necesita promesas de reconstrucción ni comités fotogénicos.
Necesita planeación, prevención y autoridad con carácter.
Necesita un gobierno que sepa que la empatía no se improvisa cuando el agua ya se llevó todo.
Rocío Nahle enfrenta hoy su primera gran prueba, y la ha reprobado.
Porque cuando la tragedia golpea, la verdadera diferencia entre un desastre natural y un desastre político es la capacidad de respuesta.
En Veracruz, el huracán Priscila pasó… pero el desastre del gobierno sigue ahí, instalado en cada casa perdida, en cada madre que espera ayuda, en cada familia que se pregunta por qué su gobierno llegó después que la tormenta.
