SANDRA CUEVAS, EL ROSTRO BONITO DEL PODER Y LAS SOMBRAS QUE LA PERSIGUEN
El BOCÓN
Sandra Cuevas no es la típica política de carrera: apareció de golpe en la escena, derrochó imagen, glamour y dinero, y se instaló en la silla más poderosa de la alcaldía Cuauhtémoc en la Ciudad de México.
Pero a su alrededor siempre flotó un halo de duda: ¿de dónde viene tanto poder, tanto recurso, tanta seguridad para desafiar a medio mundo?
La respuesta que muchos esquivan —y que el periodismo, sobre todo el de Carlos Jiménez “C4”, no ha dejado de gritar— es que Cuevas nunca caminó sola.
Fotografías, videos y testimonios la han vinculado con personajes ligados a grupos criminales, algunos incluso en el terreno sentimental. El más sonado, “El Choko”, exhibido como operador de redes ilícitas en la capital.
Ella lo admite como relación personal, pero lo reduce a un mal amorío del pasado.
El problema es que en política no existen las “exculpas” románticas: el solo roce con esos mundos mancha, y más aún cuando se administra poder público.
Lo cierto es que la exalcaldesa ha sido experta en victimizarse.
Frente a cada señalamiento, responde con demandas, amenazas de denuncias y discursos en donde se asume como perseguida política.
Y sin embargo, ahí están los hechos: un proceso por agredir policías, desencuentros con reporteros, condicionamiento de apoyos sociales y una lista de tropiezos que no caben en un solo expediente.
¿Persecución? Tal vez.
¿Errores propios? Evidentemente.
Su pleito con Jiménez C4 es un síntoma de algo más grave: la incapacidad de aceptar el escrutinio periodístico.
En lugar de responder con pruebas y transparencia, Cuevas prefiere descalificar, intimidar y disfrazar la crítica de complot.
Pero los datos están ahí, y el periodismo —nos guste o no— cumple su papel de exhibir lo que la clase política intenta esconder.
Lo verdaderamente alarmante no es la anécdota de un amorío peligroso o una fotografía incómoda.
Es la naturalidad con la que ciertos vínculos se normalizan en la política mexicana.
Si una funcionaria pública, que maneja millones de pesos y controla territorios estratégicos, puede relacionarse con presuntos delincuentes sin que pase nada, el mensaje para la ciudadanía es devastador: la frontera entre el crimen y el poder es cada vez más delgada.
Sandra Cuevas hoy se vende como figura independiente, como “outsider” que no le debe nada a nadie.
Pero su historial muestra lo contrario: depende de sus alianzas oscuras, de la exposición mediática, de la controversia.
Vive del escándalo porque ahí encontró su oxígeno.
Y mientras no haya investigaciones claras ni sanciones contundentes, seguirá reinventándose como víctima o como líder, según convenga.
El problema no es solo Sandra Cuevas.
El problema es el sistema que le permitió llegar tan alto, con tan poco control y con tantos señalamientos a cuestas.
Cuevas es apenas el rostro más visible de una política que tolera la cercanía con criminales y que luego se escandaliza cuando un reportero lo exhibe.
Si este país no se atreve a poner límites, figuras como ella seguirán creciendo en medio de la impunidad.
Porque, al final, Sandra Cuevas es un espejo: nos muestra la banalidad del poder, el cinismo de la política y la peligrosa normalización de las sombras que lo rodean.
